Pero este año fue además una reunión rara, porque el 4 de julio caía en miércoles, en mitad de una semana laboral para una familia llena de empresarios, médicos, consultores y funcionarios.
De modo que nos divertimos, en grupo y de diversas formas, el 1 y el 2 de julio, y el 3 la casa ya estaba casi vacía, mientras muchos se mostraban desilusionados por cómo había caído la fiesta.
Un día, al notar esa desilusión,
pregunté en tono alegre: “¿Pero por qué tiene que celebrarse justo el 4 de
julio?” Al fin y al cabo, los historiadores profesionales no están seguros de
si la Declaración de Independencia se firmó verdaderamente ese día, y el
Congreso de Estados Unidos no estableció la fiesta nacional hasta muchas
décadas después. ¿Por qué no ser más flexibles?
No hay más que recordar que la
fiesta más sagrada del calendario cristiano, el Domingo de Pascua, se celebra
“el primer domingo tras la luna llena posterior al equinoccio de primavera”, es
decir, se define de acuerdo con el calendario lunar (igual que la fiesta
nacional de Israel) y no tiene fecha fija. Y en Estados Unidos, ¿no cambian las
fechas de Memorial Day y Labor Day (el día de los caídos, en mayo, y el día del
trabajo, en septiembre) de un año para otro?
Al hacer esta pregunta tan
impertinente, me cayó encima una avalancha de críticas. ¿Cómo iba a entender
yo, ignorante británico, el auténtico significado simbólico de una fecha que
conmemoraba el nacimiento de una nueva nación en 1776 (aunque la Declaración se
firmara quizá otro día)? Como no quería provocar ninguna pelea familiar, me
callé.
Pero nuestra discusión me dejó
lleno de preguntas. ¿Para qué sirven las fiestas nacionales, y por qué alguna
gente se las toma con tanta pasión?
Inglaterra, Escocia, Gales, no
tienen una fiesta nacional, cada una celebra el día de su patrón
Las enciclopedias ayudan un poco,
pero también muestran una situación confusa: Si buscan en Google “fiestas
nacionales del mundo”, verán a lo que me refiero.
La mayoría de los más de 150
ejemplos que ofrece se llaman “Día de la Independencia”, y la mayoría conmemora
una independencia otorgada, cuando las potencias europeas se retiraron de sus
colonias de África, Asia y el Pacífico durante los años sesenta y setenta; hay
pocos ejemplos como el jinete de la rebelión de Boston, Paul Revere.
Existen
fiestas nacionales que celebran una rebelión, como el Día de la Bastilla de
Francia y el Día del Triunfo de la Revolución de Cuba. Pero se quedan en nada
al lado de todas las fiestas que conmemoran el nacimiento de un gobernante, ya
sea actual o histórico.
Algunas se toman más en serio que otras: la fiesta de
Australia es el 26 de enero, pero, para la mayoría de los australianos y los
neozelandeses, el 25 de abril, Anzac Day, que recuerda el bautismo de fuego de
sus tropas en Gallípoli, es mucho más importante.
¡Pero esperen! Tres países muy
conocidos —Inglaterra, Escocia y Gales— no tienen verdadera fiesta nacional. Se
supone que la fiesta de cada uno de ellos es la del santo patrón: San Jorge,
San Andrés y San David. Pero nadie le da mucha importancia y todo el mundo va a
trabajar.
Solo la quinta parte de los ingleses sabe cuándo se celebra San
Jorge; imagínense qué histéricos se pondrían los de las banderas si ocurriera eso
con el Día de la Independencia en Estados Unidos. Además, ¿cuál podría ser la
fiesta nacional inglesa?
No hay un hecho que marque su independencia, como no
sea cuando los romanos se retiraron, o cuando Guillermo el Conquistador llegó
en 1066, o cuando la aristocracia liberal se deshizo de la dinastía Estuardo
—de forma pacífica— en 1688.
Quizá los habitantes de Kent y Yorkshire están tan
seguros de su identidad nacional que no necesitan un día especial; desde luego,
no les importaría que se trasladara para evitar conflictos con la semana
laboral.
Las fiestas nacionales, como las
banderas nacionales y los sellos de correos, son intentos de capturar la
identidad y el reconocimiento. También lo son los himnos nacionales, que, si se
piensa, son todavía más extraños y mucho más chauvinistas.
Cuando se es una nación, por lo
visto, hay que tener un himno, con una letra que suele reafirmar la belleza del
país, su destino y lo especial que es. El hecho de que los himnos de todos los
demás digan que ellos también son especiales no parece importar mucho a los
patriotas de turno.
Resulta irónico, por consiguiente, que todos los que ven
los Juegos Olímpicos en televisión vayan a oír tanta música rara en las
próximas semanas, cuando se supone que todos debemos estar celebrando nuestra
humanidad y la belleza del deporte.
Resulta irónico que todos los que
ven los JJ OO en televisión oigan tanta música rara estas semanas.
Los himnos nacionales aparecieron
en dos grandes oleadas históricas, con muchos otros individuales entre una y
otra. La primera se produjo a finales del siglo XVIII y principios del XIX,
cuando las grandes potencias de Occidente se dieron cuenta de que formaban
parte de un sistema de Estados establecido y, por otra parte, los pueblos de
Sudamérica obtuvieron su independencia. Todos ellos quisieron tener su himno.
Ahora bien, si somos sinceros,
debemos reconocer que, en general, son músicas bastante horribles. El de
Estados Unidos es imposible de cantar para una voz normal. El francés deja sin
aliento a quien lo canta. God Save the King es una pesadez, en comparación con
Rule Britannia. Solo el alemán (compuesto en un principio para Austria) tiene
auténtica calidad, seguramente porque se lo encargaron al gran compositor
Haydn. Y los himnos posteriores son igual de malos: no conozco a un australiano
que no prefiera la canción popular Waltzing Matilda al himno oficial, Advance
Australia Fair. Los himnos socialistas, a diferencia de las marchas
socialistas, son espantosos. Y ninguno de los himnos nuevos de la segunda
oleada, producida por la descolonización occidental, es una maravilla. Sin
embargo, las posibilidades de arrojarlos todos a la papelera de la historia son
nulas; los pueblos, y en especial sus políticos, se aferran a ellos como un
molusco a una roca costera.
Lo tradicional era que, al saber
que un país iba a albergar los Juegos Olímpicos, la banda escogida por el país
anfitrión —la Banda de la Policía Republicana, la Banda de los Marines de
EE<TH>UU— cayera en el pánico, porque tenía que aprenderse de memoria los
himnos de todos los países, no fuera a ser que Samoa, por ejemplo, obtuviera la
medalla de oro en lanzamiento de disco. El resultado inevitable era una pésima
interpretación de una mala composición.
Es un alivio saber que esta vez
los británicos han dado con la solución. Con permiso del Comité Olímpico, la
London Philharmonic Orchestra grabó por adelantado los 205 himnos nacionales.
Cada vez que un ganador de la medalla de oro sube al podio y se iza su bandera
nacional (otra pesadilla de la identidad), se toca un máximo de 90 segundos del
himno correspondiente, y con bastante calidad. ¡Menos mal!
No tiene sentido tratar de
explicar todo esto al equipo de científicos marcianos que me visitan de forma
periódica para preguntarme sobre las peculiaridades de los humanoides que
dominan la Tierra. Al fin y al cabo, los marcianos, sensatos, no tienen ni
himnos, ni banderas, ni fiestas nacionales, ni fronteras, ni naciones; por lo
visto, no necesitan todos esos símbolos de seguridad. Nuestras debilidades
humanas les asombran. Las ovejas no ondean banderas. Los peces no cantan himnos
entre sus burbujas. Los vencejos y las golondrinas no celebran fiestas
nacionales. “Por qué las personas sí?”, preguntan los marcianos.
Si lo piensan detenidamente, es
una pregunta interesante. ¿Quién tiene la respuesta?
Paul Kennedy ocupa la cátedra
Dilworth de Historia y es director de Estudios sobre Seguridad Internacional en
la Universidad de Yale; es autor o compilador de 19 libros, entre ellos Auge y
caída de las grandes potencias.
Escrito por Paul Kennedy (4/8/
2012).
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