Escrito por Ovany Michel.
SANTO DOMINGO, República Dominicana.- La mañana apenas
contaba sus primeras horas, de ese domingo de las sombras, en que el sol sólo salió en algunas ocasiones. Era un amanecer fresco y la lluvia nos pasó de prisa, con
un paño verde pudimos contener las lágrimas del cielo, cuando a nuestro ojos
llegaba la imagen de ese edificio colonial donde residía en 1514, el hijo del
Gran Almirante, Cristóbal Colón.
La gente mira incrédula ese monumento
tan grande y con poco atractivo, eso a
simple vista se ve por la poca afluencia
de personas a la Casona Colonial, llena de piedras coralinas que por lo
ruin de su fachada se siente como algo grotesco que inspira muy poca música
para jóvenes que escuchan reggeton y dembow.
De espalda al río Ozama, la entrada
de la casa con su rustica terminación, es quizás algo de lo que la gente se
queda admirada por las grandes dimensiones que tiene. De ahí a entrar y pagar
por ver lo que guarda el museo es cosa que ni el más interesado en historia y
cultura general quisiera.
Caminamos por ese reliquiario, al que
nadie alza una mirada decente, tal vez porque es parte del oscurantismo
colonial, la casa del Virreinato de Don Diego Colon. Sin embargo, parece más apreciable para los
turista que aunque en camisas cortas al igual que sus pantalones se disponen
desde que llegan a disparar sus flashes para el recuerdo del olvido mas
enorgullecido de los dominicanos.
Al medio día ya los habían pasado
muchos visitantes distinguidos de los alrededores: un par de palomas grises con
tonalidades oscuras y blancas, tres rolitas, una cigüita, que ante la soledad
cantaba, un bostezo, un estornudo que por la alergia a las esporas de la palma
real del frontispicio sacó de concentración al escritor no sacro, pero manco.
Minutos después de las aves darnos
ese recitar de canciones que no entendíamos mucho por la música que llegaba por la explanada de Las Atarazanas,
llega tal vez el grupo de visitante más grande, una anciana, un joven y una
niña que con pocos aspavientos se preguntan ¿quien construyó con tantas piedras?,
a lo cual nadie contesta, por la ignorancia del dato, aunque todos coincidían
en que ninguno de ellos fueron.
De vez cuando y de cuando en vez, uno que otro dominicano preocupado por su historia se paraba sin preguntar
siquiera que edificio colonial es este. Caminando para arriba y para abajo por
donde están los pequeños pasadizos que parecen de un material de barro con
arcilla incrustada, los más jóvenes lo usan para “dar muela” y uno que otro
besito robado, público y agachado.
Es
horrible ver como la despreocupación y la poca inversión en los valores
culturales de la nación pasan de claro a oscuro sin que a nadie le importe su
suerte.
A medida que se acercaba la hora
novena ya las fuerzas empezaban a escasear y las nubes inundaban el cielo y la
tierra fue regada por su condensabilidad, sin embargo, las gentes ya no tenían
ni la rabiza de sus ojos para este lugar, singular por su palmera y su banco de
piedra para descansar aun si no te invitan a pasar.
Ya por último queda la reflexión, que
si no atesoran los monumentos históricos, ciudadanos de nuestro pueblo están condenados a no tener memoria como
nación. Y como somos mal comidos, todos iremos por el mismo camino, la desidia,
la ignorancia colectiva y la frustración de ser unos desventurados que permiten
el abandono de sus patrimonios colectivos de una historia, que aunque cruel, es
lo que hay que preservar, para tener algo que contar a las futuras
generaciones.
El Alcázar de Cristóbal Colón está localizado en el fondo de la explanada de la Plaza España, en la Ciudad Colonial de Santo Domingo,
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