SANTO DOMINGO.- Nunca he
olvidado la frase de un militante político de la izquierda dominicana, hace ya
varias décadas, quien en respuesta a la pregunta de un periodista sobre si no
temía a la muerte, éste le respondió que “todos nacemos para morir”.
Y no la he podido olvidar, porque en
el transcurrir de los años me he preguntado mil veces si yo nací para morir o
para vivir, y si nací para vivir, como pienso debe ser, nadie tiene derecho de
arrebatarme lo más preciado que tengo y lo de mayor valor de todo ser humano:
la vida.
Cuando decidí incursionar en el
periodismo, al inscribirme en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, lo hice
por un asunto de convicción, sin escuchar aquella voz de autoridad paterna, que
me enfatizaba sobre los riesgos de un periodista en sociedades como la nuestra,
matizada por mentes cavernarias que no valoran la vida de los demás al momento
de defender determinados intereses.
La tarde de este sábado 15 de
febrero, por asuntos de compromisos profesionales, al pender sobre mí la
principal responsabilidad del digital ELPAISDOMINICANO.DO, acordé con miembros
del equipo de prensa, entre ellos Julio César Guzmán, Encargado de Redacción; y
Rafael Amor, reportero, cubrir las incidencias de las elecciones de la
Universidad Autónoma de Santo Domingo, en las que se escogerían las nuevas
autoridades de la academia.
Cuando me encontré con Julio César en
la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, decidimos recorrer algunas áreas
del recinto, tomando como ruta Ciencias Jurídicas, para de ahí caminar hacia la
Facultad de Ciencias de la Salud, en donde conversamos con amigos vinculados al
proceso universitario.
Nos entretuvimos por largo tiempo en
la explanada frontal de la facultad, aprovechando la presencia de figuras del
acontecer uasdiano, quienes debían tener ideas claras de por dónde podría girar
el viento en materia de la contienda interna que se llevaba a cabo en esos
momentos.
En una crónica que publicamos sobre
el proceso, Julio César describía lo que olía y entre las cosas que narraba en
su historia, decía que se observaban personas extrauniversitarias que nada tenían
que ver con las votaciones, por lo que más bien había ambiente de carnaval,
pero también un poco raro.
Y la noche nos tomó de sorpresa entre
los contertulios. Eran casi las ocho y las votaciones habían concluido. El
proceso de conteo marchaba a todo galope y ya en muchos lugares tenían
definición de quien aventajaba a quien. Y el mundo se nos vino encima.
En la explanada de Medicina
conversaba con Julio y Carlos Sánchez, cuando de repente la gente corre, huyen
despavoridos, no sabíamos de quién ni por qué; pero corrían de un lado a otro,
y nosotros tres en el centro, tan solo nos preguntamos que a quién les corrían,
y nos miramos…cuando de pronto suenan ráfagas de disparos.
Como andaba con la cámara del
periódico, mi instinto periodístico me impidió correr y al escuchar voces que
gritaban tirarse al suelo, me abajé… y el repiquetear de los tiros se sentía más
cerca, entonces me lancé al piso cubriéndome la cabeza y desde allí empecé a
tomar fotos de mí alrededor. A unos 25 metros de mi frente, tres pistoleros
disparaban; por detrás, otros cuatro, con armas de distintos calibres, por
igual detonaban, mientras yo continuaba mi labor acostado, cual si estuviera en
plena guerra. Julio desapareció.
Desde el techo de la facultad se veía
el candelazo de las balas y llegó un momento que no sabía qué hacer, con la
sensación de que desde los diferentes flancos se me acercaban. Los disparos
ensordecían. Cuando de pronto giro a mi izquierda, dos individuos, pistolas en
manos, se me acercan y me reclaman entregarle la cámara, iniciando un forcejeo.
Me amarré el tirante que la sostenía en el brazo izquierdo y me arrastraron…
resbalé de un peldaño a otro de la breve escalera de la explanada… y
discutimos. Llegaron dos más, quienes pienso me habrían identificado y se los
llevaron.
Al retirarse, me arrastré hasta la
puerta del Paraninfo y penetré a su interior. Allí dentro parecía más bien un
campo de refugio de guerra, custodiado, como esos que vemos en películas. Cerca
de una veintena de individuos se movían de un lado a otro con armas en las
manos. Me situé en un lugar estratégico del salón y coloqué la cámara encima de
una butaca, desde donde empecé a dispararla, cuando desde la tarima uno de los
pistoleros se percató, se abalanzó sobre mi blandiendo una pistola,
requiriéndome la cámara, a lo que me negué.
Este otro también forcejeó,
sujetándome. Le pedí identificación y me dijo que no tenía que identificarse,
pero que era de la seguridad de Danilo, y le pregunté de qué Danilo. “Del
Presidente”, respondió. Me paré del asiento y se acercó otro. Me agarraron del
brazo para arrebatarme la cámara y la encendieron para borrar todas las fotos
de la balacera.
Al eliminarlas, me le acerqué y le
dije que Danilo no tiene pistoleros a su lado ni que ese comportamiento es
propio de personas que trabajen con el Presidente. Y de nuevo me amenazó,
siempre observando la identificación que llevaba colgada, en mi calidad de
director de un periódico.
Cuando caminaba hacia la puerta, a
fin de buscar la manera de salir, me le acerqué a un profesor de medicina amigo
que, sentado en el piso, hacía una llamada desde su celular, me abajé a
saludarle y de nuevo encendí la cámara y la sostuve de una silla, desde donde
empecé a tomar fotos. Otra vez, dos pistoleros se nos acercaron, uno le
inquiría al profesor que con quién estaba hablando, que apagara el celular y el
otro me quiso arrancar el equipo fotográfico, a lo que no accedí y el que había
borrado las fotos le informó que “la cámara estaba limpia”.
Un amigo profesor de psiquiatría, al
entrar al salón y verme por el aprieto que pasaba, me ayudó a salir, logrando
escapar del campo de batalla escenificado en las instalaciones universitarias.
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